miércoles, 30 de noviembre de 2016 | Por: Pedro López Ávila

EL BOSCO


Decía Rilke: “No hay nada que sea menos apropiado para abordar una obra de arte que las palabras críticas: con ellas se consiguen siempre malentendidos más o menos afortunados” Y es que en cualquier obra de arte, si tiene carácter propio, perdurará en el tiempo, a pesar del implacable sentido efímero que pesa sobre nuestra vidas. Sin embargo, el misterio indecible e inefable del que se ve rodeada la obra de arte hace de ella, en sí misma, que sea intemporal. La Exposición conmemorativa del V Centenario de la muerte del Bosco en el Prado ha sido la exposición más visitada en la historia del museo desde su fundación en el año 1819.

Destacar de antemano que la inconmensurable colección de boscos que ha albergado El Prado ha resultado un trabajo ingente, concienzudo y de una complejidad tal, que se ha hecho necesario recurrir a obras prestadas, procedentes de Lisboa, Viena, Boston, Nueva York, Washington, París o Venecia. Como referencia, cabe comentar a modo de ejemplo, que el tríptico de las tentaciones de San Antonio Abad, considerado por críticos e historiadores de arte como una de sus obras maestra y apreciado como un tesoro nacional portugués, sólo podía salir hacia España tras la deliberación del Consejo de Ministros luso y el subsiguiente convenio entre el Ministerio de Educación y Cultura español con el Ministerio de Cultura portugués. Por estas y un sinfín de dificultades técnicas añadidas, entiendo, que va a ser harto dificultoso que se vuelva a revisitar una muestra tan completa como la que nos ha legado el genio de ´s-Hertogenbosch.

Se sabe muy poco de la vida de el Bosco. Su nombre era Jheronimus van Akem y fue conocido en su época con el nombre que el mismo eligió para firmar sus obras: Jheronimus Bosch, el Bosco en España; debió nacer sobre el año 1450 y vivió casi toda su vida hasta su muerte en 1516 en la ciudad que lo vio nacer en ´s-Hertogenbosch, la actual Holanda. Descendiente, en cuarta generación, de una familia de pintores, tuvo un enorme éxito en su época y gozó de una gran popularidad durante siglos hasta tal punto que vendió en vida prácticamente toda su obra a personajes de alta alcurnia de la época y de las clases sociales más altas; se sabe también que sus discípulos, colaboradores de su taller y seguidores, copiaron su obra, la imitaron y, lo que es peor, falsificaron su firma. A partir del S. XX la obra de el Bosco se ha convertido en un indiscutible referente del arte occidental.

El vínculo existente entre la iglesia y el arte es patente en la época del pintor, los artistas trabajaban para la iglesia, fundamentalmente, para representar la pasión de Cristo, los ángeles, los evangelistas, la Adoración de los Reyes Magos o los padecimientos de los santos. Todo quedaba supeditado a una tradición establecida de asunto religioso; sin embargo, el paso que da el Bosco hace 500 años es portentoso a la vez que inconcebible: su pintura no va ser una representación al uso de escenas bíblicas, sino que vamos a ver en sus obras todo un relato de piezas que versan sobre la vida cotidiana, en las que, junto al paisaje, aparecen todo tipo de personajes: mendigos, monjas entregadas a la gula, prostitutas, bufones, buhoneros, campesinos, pedigüeños, curanderos, ladrones; aunque, claro, no se olvida de satirizar a otra fauna mayor como a reyes, papas o emperadores. Todo una exaltación a la vida material frente a lo espiritual. Sus personajes avanzan por la vida “entregados al pecado” en casas destartaladas o burdeles, gente comiendo y divirtiéndose en una embarcación, personas absortas en sus relaciones carnales o jóvenes bien ataviados, acomodados, que se divierten y disfrutan de los placeres terrenales; eso sí ,siempre bajo el ojo vigilante de un Dios que impartirá justicia en el cielo.

Su temática, por tanto, está tomada de la vida natural; lo cómico, lo satírico y lo caricaturesco se funden y se dan la mano, de forma alegórica, dentro la más estricta concepción religiosa del momento. Por ello, siempre hay un relato en su obra de carácter moralizante, en el que parece decirnos cómo hay que comportarse en la vida antes de entregar el alma a Jesucristo para la salvación eterna y, por tanto, nunca es tarde para arrepentirse antes de la llegada del Juicio Final. De ahí, que los demonios sean una constante en cada una de sus pinturas como tentaciones perturbadores, incitando a los hombres para que se entreguen a los placeres terrenales. De hecho, Se dijo durante mucho tiempo que el Bosco era un hacedor de demonios; demonios que siempre están en sus pinturas al acecho del hombre, y que están construidos de forma simbólica, dejando el autor solamente volar su fantasía con elementos de la vida cotidiana o de la propia naturaleza.

Su capacidad de invención iconográfica es verdaderamente gigantesca. La originalidad de el Bosco está en que no se repite nunca, que debió beber de muchas fuentes literarias y que, probablemente pudiera haber tenido influencias de los humanistas del Renacimiento italiano, especialmente de Dante o Boccaccio en su expresión pagana de la existencia un siglo antes. Lo que, por otra parte, no excluye tampoco un fuerte sentimiento religioso, no menos intenso en el Bosco. Por eso, los pasos firmes, pero cautos, que dio el autor del “jardín de las Delicias”, representando la vida diaria en su renovada visión de escenas de la vida real, así como su magistral destreza del uso pincel (se ha dicho que dibujaba como un pintor y pintaba como un dibujante) lo han hecho uno de los pintores de mayor reconocimiento y admiración del arte universal.
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