lunes, 27 de octubre de 2014 | Por: Pedro López Ávila

MIS CIUDADANOS


Artículo publicado en Ideal de Granada el 27/10/2014
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miércoles, 15 de octubre de 2014 | Por: Pedro López Ávila

ÁFRICA Y EL ÉBOLA

Contemplando - Galán Polaino - Técnica: acuarela- 150cmx94cm - www.mileniumgallery.com

No seré yo quien excuse a este gobierno de la responsabilidad política que pudiera derivarse del protocolo aplicado y de los fallos en cadena que al parecer se hayan podido producir para el contagio de ese maldito virus del ébola, que ha causado más de 4000 muertos según datos oficiales, y que ha llegado al mundo desarrollado en general y a nuestro país en particular. Pero si debo decir que para mí África es nombre de sufrimiento y de olvido, en donde la vida se apaga y en donde toda su historia queda resumida en la limpia sonrisa de los perdedores.

África ha sido y será siendo el fracaso de la humanidad. ¿Acaso este continente ha sido situado en algún momento de su historia en el punto de mira de los gobiernos, de los medios de comunicación o de la comunidad científica internacional para rescatarlo y redimirlo de sus hambrunas, de su sed, de sus enfermedades o de sus luchas intestinas? Ahora todos miran hacia Liberia, Guinea y Sierra Leona con miedo y con gran preocupación por ser el foco principal de donde surge el virus asesino.

Ahora se habla de la ayuda internacional para la creación de hospitales, para que el mundo negro y sus miserias se alejen lo más posible de nosotros y para que sea tratada in situ la enfermedad.

Y precisamente ahora comienza el inútil debate político sobre la medida del gobierno español de repatriar al misionero compatriota. Por lo demás, a nadie le importa la miseria, y la miseria hay que mantenerla alejada. Por esto África le es indiferente al otro mundo, a nuestro mundo, al que nada le interesa que los nombres desconocidos del mundo negro vayan a esconderse para morir en soledad, porque los infectados saben que pueden contagiar a sus seres más queridos. ¿A quiénes de nuestra civilización les podría causar algún sentimiento de dolor el saber que los cuerpos de los difuntos infectantes no puedan ser despedidos con el beso y el abrazo de sus familiares y amigos, según sus costumbres?

El mundo desarrollado se ha encontrado de la noche a la mañana con el terrible tormento que no puede aliviarse de ninguna forma: el miedo cuando la muerte le ronda, que pervivirá con nosotros, si no se encuentra de forma urgente alguna vacuna o medicamento contra un virus que ha sobrevivido en la población de los destronados de la tierra durante casi cuarenta años. Estoy convencido de que muy pronto se pondrá en marcha la maquinaria de la industria farmacéutica y de la investigación, para acabar con esta nueva pesadilla a la que a nuestros sistemas sanitarios les ha sorprendido por la indiferencia que conlleva la distancia de los desventurados. Sin embargo, esto se solucionará tal y como ocurrió con el virus VIH ,el mal de las vacas locas, el de la gripe porcina o la gripe A, en los últimos tiempos. Aunque, lo más importante es que el silencio de estos pueblos del olvido se ha hecho entender y espero que tomemos buena nota de ello, pues el miedo se asomará nuevamente a nuestras almas con la aparición de nuevas enfermedades que nos perseguirán, nos amenazarán y nos sorprenderán. Pero, como decía Seneca: "Entre los males propios de la naturaleza humana está esta ceguera del alma que arrastra al hombre a error y le lleva, después, a adorar su error".

Pedro López Ávila
http://pedrolopezavila.blogspot.com.es/

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jueves, 2 de octubre de 2014 | Por: Pedro López Ávila

Asociaciones de padres maltratados



Que nues­tra so­cie­dad es­tá en­fer­ma es al­go que no ne­ce­si­ta de­ma­sia­das ar­gu­men­ta­cio­nes pa­ra jus­ti­fi­car­lo; que nues­tras cos­tum­bres es­tán lle­gan­do a un gra­do de re­la­ja­ción pro­fun­da­men­te per­ver­so y mal­va­do, tam­po­co es pre­ci­so que re­cu­rra­mos a los me­dios de co­mu­ni­ca­ción pa­ra co­no­cer­lo; que la au­to­ri­dad del maes­tro o de los pro­ge­ni­to­res ca­da vez ejer­ce me­nos efi­ca­cia en los ni­ños, tam­po­co es ne­ce­sa­rio que nos lo cuen­ten los pe­da­go­gos, los psi­có­lo­gos o el ve­cino con el ha­ce­mos puer­ta.

Pien­so que la ma­yo­ría de nues­tros vi­cios for­man par­te con­sus­tan­cial de no­so­tros mis­mos des­de nues­tra más tier­na in­fan­cia, cuan­do los pa­dres jus­ti­fi­ca­mos con­duc­tas ma­lea­das, res­tán­do­les im­por­tan­cia en aras a la de­bi­li­dad de la edad li­ge­ra del su­je­to.

He vis­to a mul­ti­tud de ni­ños des­de que ini­cian sus pri­me­ros pa­sos, le­van­tar­le la mano a las ma­dres y a los pa­dres, gol­pear­les, es­cu­pir­les e in­sul­tar­los; in­clu­so, mon­tar en ple­na vía pú­bli­ca (ti­ra­dos en el sue­lo), «sin po­der­los le­van­tar», unas pa­ja­rra­cas que son au­tén­ti­cas se­mi­llas que ger­mi­na­rán con el pa­so del tiem­po en raí­ces de cruel­dad so­bre sus as­cen­dien­tes, con­vir­tién­do­se así en los pe­que­ños ti­ra­nos de la ca­sa.

Con el pa­so por la es­cue­la in­ten­tan re­pro­du­cir esas feas in­cli­na­cio­nes con los com­pa­ñe­ros y a ve­ces lo in­ten­tan tam­bién con los mis­mos edu­ca­do­res, pe­ro cuan­do son re­pren­di­dos por es­tos, vuel­ven llo­ran­do a ca­sa con to­nos tan las­ti­me­ros que, en su afán pro­tec­tor, aque­llos mis­mos pa­dres tan per­mi­si­vos en su edu­ca­ción, se ar­man de va­lor y bra­vu­co­ne­ría pa­ra des­agra­viar a sus hi­ji­tos. En­ton­ces, las que la lían en el cen­tro es­co­lar son es­tos ofen­di­dos pro­ge­ni­to­res con­tra los maes­tros, lle­gan­do aque­llos en oca­sio­nes a agre­dir fí­si­ca o ver­bal­men­te a los que in­ten­tan en­de­re­zar com­por­ta­mien­tos aso­cia­les.

Lue­go pa­sa lo que pa­sa, que es­tas for­mas de vi­da ca­da día van ir­guién­do­se en ma­nos de la cos­tum­bre y co­bran­do una fuer­za ma­yor de lo que pa­re­ce, a tal ex­tre­mo que es­ta­mos asis­tien­do, sin dar­le ma­yor im­por­tan­cia, a la crea­ción de aso­cia­cio­nes de pa­dres mal­tra­ta­dos por los hi­jos.

¿Exis­ti­rá al­go más en con­tra de la pro­pia na­tu­ra­le­za que (ya des­de la pu­ber­tad y la ado­les­cen­cia) los hi­jos apa­leen vio­len­ta­men­te a sus pa­dres y ten­gan que ser aten­di­dos en los hos­pi­ta­les por la tun­da de gol­pes que re­ci­bie­ron de aque­llos? Es­te sis­te­ma mo­ral, al que es­ta­mos asis­tien­do im­pa­si­ble­men­te en nues­tra épo­ca, pa­re­ce que no va con no­so­tros. Ca­da vez so­mos más in­sen­si­bles al in­fierno al que son so­me­ti­dos mu­chos pa­dres lle­nos de ho­rror y de es­pan­to an­te la sim­ple pre­sen­cia de sus hi­jos.

Aho­ra se ha­bla mu­cho de va­lo­res, ca­si nun­ca de mo­ral. Pa­re­ce co­mo si la mo­ral lle­va­ra ad­he­ri­da con­no­ta­cio­nes re­li­gio­sas preo­cu­pan­tes y, con­se­cuen­te­men­te, en un es­ta­do lai­co es har­to más mo­derno re­cha­zar el tér­mino; si bien, en su sen­ti­do eti­mo­ló­gi­co de­be re­cor­dar­se que mo­ral pro­vie­ne del la­tín ‘mos mo­ris’, que sig­ni­fi­ca cos­tum­bre.

Pues bien, na­cen de la cos­tum­bre las le­yes de la con­cien­cia, que en­ten­de­mos ema­nan de la na­tu­ra­le­za. Por es­to siem­pre se ha sen­ti­do ve­ne­ra­ción por las ideas y cos­tum­bres re­ci­bi­das y apro­ba­das de los an­te­pa­sa­dos de nues­tro al­re­de­dor y na­die has­ta aho­ra pa­re­cía que po­dría des­pren­der­se de ellas sin sen­tir re­mor­di­mien­tos.

Hoy no exis­ten re­mor­di­mien­tos que val­gan: la ca­sa se ha con­ver­ti­do en un vi­ve­ro de desave­nen­cias y de re­pro­ches. Por el pue­ril he­cho de ser sim­ple­men­te jó­ve­nes, los zan­go­lo­ti­nos se han adue­ña­do de la es­truc­tu­ra je­rár­qui­ca fa­mi­liar des­de eda­des ca­da vez más tem­pra­nas; des­de la ado­les­cen­cia tie­nen el in­sa­cia­ble afán de ha­cer­se los más lis­tos de la ca­sa, me­dian­te cen­su­ras y ex­tra­va­gan­cias que su­mi­sa­men­te aca­tan sus pro­ge­ni­to­res, aun­que aún los si­gan sus­ten­tan­do. Vo­ci­fe­ran y des­pre­cian a sus ma­yo­res; los cri­ti­can, los juz­gan y los fus­ti­gan con enor­me se­ve­ri­dad; rom­pen las nor­mas, se im­po­nen con enor­me vio­len­cia ver­bal o fí­si­ca y so­lo fin­gen va­lo­rar­los y res­pe­tar­los, cuan­do sa­ben que pue­den ob­te­ner al­gún pro­ve­cho, por pro­vi­sio­nal que sea.

En re­su­mi­das cuen­tas, es­ta­mos asis­tien­do a una épo­ca pe­no­sa de nues­tra ci­vi­li­za­ción, cu­ya ca­suís­ti­ca es har­to com­ple­ja y de di­fí­cil so­lu­ción. He­mos pa­sa­do de la va­ra, cu­yos efec­tos han ge­ne­ra­do al­mas co­bar­des y pro­fun­da­men­te obs­ti­na­das, a edu­car en la abun­dan­cia, en la fle­xi­bi­li­dad más ab­so­lu­ta y en la ocio­si­dad, sin nin­gún ti­po de res­pon­sa­bi­li­da­des.

Las de­nun­cias por ve­ja­cio­nes ma­los tra­tos y pa­li­zas que su­fren pa­dres y ma­dres de ma­nos de los hi­jos se ex­tien­de co­mo una epi­de­mia ma­lig­na que ago­bian al sen­ti­mien­to; las or­de­nes de ale­ja­mien­tos dic­ta­das por los jue­ces a los hi­jos de la ca­sa fa­mi­liar ca­da vez son más fre­cuen­tes. La ver­güen­za so­cial de te­ner que de­nun­ciar al hi­jo su­po­ne ya la ex­tre­ma so­lu­ción al pá­ni­co, al ho­rror y a la bar­ba­rie, pe­ro pa­ra al­can­zar tal ex­tre­mo es ne­ce­sa­rio ha­ber pa­sa­do un au­tén­ti­co cal­va­rio en las ga­rras del si­len­cio.

Sin em­bar­go, las prin­ci­pa­les víc­ti­mas de esos sal­va­jes son las ma­dres (las que les han da­do la vi­da), el ob­je­ti­vo de­lez­na­ble, el blan­co per­fec­to, con­tra quie­nes es­tos mons­truos des­car­gan sus iras y sus más ba­jos ins­tin­tos, lle­gan­do in­clu­so a ase­si­nar­las, ac­to al que de­be­ría­mos con­si­de­rar co­mo el más hu­mi­llan­te, in­fa­me, ruin y an­ti­na­tu­ral que nos pue­de ofre­cer el ser hu­mano.
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