miércoles, 20 de agosto de 2014 | Por: Pedro López Ávila

In­ti­mi­dad y re­des so­cia­les


'Ideal' - 19-08-2014
La repu­tación del in­di­vi­duo no se en­cuen­tra en es­tar ex­hi­bién­do­se y es­cri­bien­do con­ti­nua­men­te de sí mis­mo a des­co­no­ci­dos a tra­vés de la red
PE­DRO LÓ­PEZ ÁVI­LA
Concedemos excesivo valor a sentirnos alabados, reconocidos y yo diría que hasta admirados, ofreciendo más importancia a cómo nos deben ver los demás que a cómo nos vemos a nosotros mismos. Hoy día anhelamos en demasía que los extraños vean nuestra apariencia externa. Deseamos extender nuestros nombres a muchas partes, sembrarlo en muchas bocas de manera tal que muchos han llegado a caer en la patología (cuya denominación desconozco) que consiste en que se hable de ellos de cualquier modo. Lo importante para esta gente es que corra su nombre de boca en boca, sea cual fuere la manera en que se produzca.
Estas inclinaciones que hasta cierto punto pudieran ser consustanciales a la naturaleza humana, se están viendo tan potenciadas por las redes sociales que la expresión autobiográfica del individuo posee en la actualidad un componente tan público que hemos dejado de pertenecernos a nosotros mismos para regalarle nuestra intimidad a sujetos extraños.
Es verdad que en la mayor de las veces los fulanos tan sólo nos muestran los acontecimientos y las apariencias externas; por ejemplo, la imagen en la que el protagonista se fotografía con el teléfono móvil, la sube a las redes sociales, las whatsppea o ambas cosas; da lo mismo, y se deja ver al otro lado del mundo en una playa exótica y enzarzado a mordiscos con las enormes patas de una sabrosa langosta.
No sé, ciertamente, si el objetivo de esto es irradiar prestigio ante el prójimo (como un adorno personal) o la necesidad intima de ser visto en un estado de hedonismo para cubrir otras carencias vivenciales o un sentimiento morboso mientas se disfruta de algún placer, con objeto de provocar la envidia en otros y que se fastidien.
Si esto ya de por sí constituye un peligro, no sólo para la propia integridad física, ya que si a un desconocido cualquiera le facilitamos información de nosotros a través de las redes sociales: bien del lugar en el que nos encontramos, bien con quiénes estamos o bien del pedazo de pedo que se ha tirado el morlaco del móvil; ni que decir tiene la gravedad que conlleva dejar al descubierto la trinchera del alma, que llega a destruirse, para alcanzar una imagen pública la vida interior del hombre y someterla permanentemente al juicio de la muchedumbre.
Yo no sé qué fruto ni goce puedan experimentar personajes que han alcanzado la gloria en distintas profesiones culturales, deportivas, empresariales u otras, para querer engrandecer aún más su nombre. Yo no sé a qué mecanismo interno de la vanidad obedece esa batalla cruenta de egos, basada en «visitas»/»seguidores», hasta llegar al extremo de mostrar las propias vergüenzas y las del vecino. El caso es que ser excesivamente conocido es, de algún modo, el tener la vida y acaso la felicidad en manos de los demás.
No se hace historia con tan poca cosa, como es mostrar públicamente el ‘perfil’ de los individuos y dar cuenta al mundo de nuestros quehaceres diarios desde la mañana a la noche ni, por supuesto, de nuestras relaciones sociales o a quiénes nos debemos. Todo aquel que medite con justa medida y proporción se dará cuenta que la reputación del individuo no se encuentra en estar exhibiéndose y escribiendo continuamente de sí mismo a desconocidos a través de la red.
Cuando Iker Casillas, durante su periodo vacacional, subió a una red social una determinada imagen con su vástago, estaba haciendo publico momentos que, a mi parecer, corresponden a la intimidad familiar.
Claro, que estoy convencido que tanto el renombrado portero de fútbol como otros muchos personajes, aún no se han percatado de que existe una clase muy extendida en nuestra época, que son los necios que disponen de mucho tiempo y que además de pertenecer a gentes de la peor calaña, siempre están dispuestos a quebrantar cualquier momento de felicidad al prójimo.
Es menester, por tanto, que recuperemos nuestra trastienda que hemos perdido, guiados por la avanzadas tendencias tecnológicas populares, para alcanzar la libertad. Los secretos del alma no deben caer en brazos de los demás, porque se los facilitemos nosotros mismos.
Bastante tenemos ya con el control al que está sometido el que vive en la discordancia con este mundo, con este modelo y con este sistema, como para que cualquier manifestación externa tome el color y hasta el sabor que le convenga a los que interceptan conversaciones. Hoy día es más fiable confesar un secreto al primer borracho que pase por nuestro lado que a nuestro mejor amigo por WhatsApp. Peor aún, existen memos que comparten secretos en la red.

Por esto, hay que caer en la cuenta que para que alguien juzgue los actos y las conductas del individuo en las cosas grandes y elevadas es menester conocimientos iguales. Lo que no puede ser es que se haya alimentado tanto el ego de la persona, con el dichoso «me gusta» u otros, que se ha dejado abandonada y al descubierto el alma en manos de la multitud.
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