viernes, 30 de agosto de 2013 | Por: Pedro López Ávila

EL MAQUINISTA DEL TREN


Laurentino Matí - www.galeriadeartelazubia.com

Cuánto dolor, cuanta desolación, cuántas inútiles imágenes, cuántos muertos, cuántos heridos, cuanta rabia contenida sufrió el pueblo gallego y va a seguir padeciendo durante mucho tiempo por la catástrofe ocurrida, el pasado 24 de julio, cuando un tren Alvia descarriló cerca de Santiago de Compostela, debido al exceso de velocidad.

Cuando las televisiones mostraban las primeras imágenes con terroríficas escenas de heridos ensangrentados y las vías llenas de cadáveres, los corazones de los que difundían las primeras noticias no se ablandaban ni un momento, apuntando siempre hacia la misma dirección: el maquinista del tren.

Al comprobar que éste no estaba entre los fallecidos, mi pensamiento en el instante (del que me arrepentí y me seguiré arrepintiendo) quedó infectado de un sentido justiciero teñido de la peor cólera, que tan alejada debe estar siempre de la justicia. Y es que cuando el alma está derrumbada y turbada se pierde en sí misma, si no se le da una presa.

Han pasado más de dos meses, he visto imágenes del accidente hasta la saciedad, he oído debates técnicos, las primeras palabras del maquinista y el testimonio de los primeros vecinos que lo atendieron a los que les expresaba aturdido y ensangrentado su deseo de no querer seguir viviendo.

Sólo Dios, el destino, la casualidad o el propio sentido contingente del ser humano dejó a este hombre con vida, para que ahora no sólo tenga que protegerse de sus enemigos, sino de sus propios amigos, y lo que es peor, de sí mismo. No se puede tener una situación tan horrible e insoportable como la de tener el alma viva y afligida y, por si esto fuera insuficiente, enviado al suplicio de la opinión pública que ya lo ha condenado. No creo que le quede un ápice de fuerza interior a su alma para poder volver a reconocerse de cómo era antes del accidente.

Hay muchas cosas que tendrá que aclarar la justicia y hasta qué punto las responsabilidades podrían ser compartidas por otros que nunca veremos sus rostros. Pero, en cualquier caso, sea como fuere, este hombre nunca encontrara demasiada compasión, especialmente, entre los familiares de las víctimas.

Hay muchas consideraciones técnicas que podrían ir en descargo del maquinista de este fatal accidente ferroviario, pero ninguna se acercaría para explicarnos tanto sinsentido como aquellas que albergan en el alma las ciencias de la bondad. Ahora, sin comprensión alguna, sin justificación de nadie, tendrá que soportar la carga diaria que supone para la conciencia vivir sabiendo la infinita tristeza, que ha ocasionado a tantas familias, de la que difícilmente se repondrá.

El azar forma parte de nuestras vidas en los éxitos y en las desgracias y, aunque es verdad que la razón y las leyes nos marcan la obediencia de las mismas, a veces ocurren circunstancias fortuitas en nuestras vidas que desordena nuestros actos, a pesar de tener el juicio ordenado.

Ya sé que las responsabilidades son distintas, sobre todo por la magnitud del accidente que ha cercenado tantas vidas y ha sembrado el espanto para siempre entre millares de personas, pero lo que no podemos es instalar nuestra existencia en el odio y en el rencor contra alguien que presuntamente ha cometido un error humano (hasta donde sabemos).

Se me hace muy difícil comentar desde la distancia como mitigar el desconsuelo de los demás. Pero de la misma manera que no se puede construir una muralla sin piedras, tampoco se puede construir el amor sin el perdón.

Ahora queda un profundo y duro trabajo que realizar: reconstruir los corazones de quienes juzgan desde un estado de pánico, de rabia o de ira (por la pérdida de seres queridos) a un hombre que presuntamente ha cometido un irreparable error o un descuido terrorífico.

Sin embargo, no queda otra que mostrar a los afectados que no se puede juzgar desde esos estados de ánimos sin hacerse más daño a sí mismos que al responsable o responsables del accidente. Como también debemos entender, por imposible que sea para algunos que el odio aspira de su propio veneno, intoxica al alma y aniquila la razón.

Independientemente, de que el maquinista del maldito tren tenga que cumplir con los imperativos que en su día determine la justicia, he de decir que hoy, muy al contrario que en los primeros momentos, siento hacia él una enorme conmiseración. Opino que no va unida la negligencia, la distracción u otros aspectos desconocidos hasta ahora con la maldad.

Pero quizá lo que más me molesta es que aquellos que se valen de la razón exclusiva de la velocidad del tren y que poco hablan de los dispositivos técnicos del que supuestamente debería estar provisto el mismo y su infraestructura, suelen decir con verdad como ocurrieron las cosas, pero nunca como podrían haber ocurrido, si hubieran estado activados todos los mecanismos de seguridad.

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