viernes, 6 de agosto de 2010 | Por: Pedro López Ávila

Germán Aracil


En un día cualquiera, entré en una galería de arte y mi alma quedó quebrada en un cuadro, era un desnudo, y por esas cosas que tiene el azar, allí se encontraba el autor; me lo presentaron, se trataba de Germán Aracil , sus manos detenidas encendieron la memoria y en un grito de silencio pensé en el gran poeta y filosofo trascendentalista  Emerson: “el hombre no es más que la mitad de si mismo, la otra mitad es su expresión”.

Adquirí el cuadro, cómo no, y desde aquel momento quedé atrapado a su pintura como un náufrago en la noche sujeto a un remo de pintura; porque no había duda, aquello que es elemental para llamarse profesionalmente pintor, Germán Aracil lo poseía:  líneas trazadas con firmeza, formas inteligentemente contorneadas, y las relaciones entre la intensidad de la luz y el valor de las sombras que proyectan la forma total en singular, entre armónicos acordes cromáticos,  quedaban resueltos con aparente sencillez.

A veces, es el color de la piel con toda su lujuria el que exulta  los sentidos;  otras veces, los medios tonos elaborados endiabladamente; otras veces, es la luz la que dora todo el cuadro en una luminosidad confortante; otras veces, es el rojo o el azul, con estampados blancos, de delicadas prendas femeninas muy sugerentes,  confieren a su obra una lírica plástica con mano firme y segura. Sus fondos son un sigilo de aire en sus dedos.

Secuencias figurativas, fundamentalmente femeninas, así como una contenida emoción ante el bronce de la carne como protagonista de sus caras o de sus torsos, invaden la atmósfera  de un aire ingrávido y sugestivo, cuyo resultado, no es otra cosa, que la armonía de colores,  sincronizados en la consecución de la forma en plenitud.

Pero,  es que además , Germán Aracil escudriña los rincones más recónditos del alma, buceando siempre de adentro a afuera, para que en la expresión de los rostros o del cuerpo contemplemos  figuras cautivas de miradas potenciadas de intimismo, que aumentan la sensación de realidad, y poder expresar (con un hilo finísimo) la ternura, el sufrimiento, la tristeza o la lejanía en la mirada; aceptación del paso del tiempo,  el veneno de la piel desnuda, el silencio de los ojos o, quizás, la belleza de las rosas solitarias.

En definitiva, Germán Aracil, se sumerge en lo adormecido del ser humano y nos revela la magia  de lo desconocido a través de sus pinturas, pintura académica, en algún caso, pero nada empalagosa, pues la buena mano del oficio se deja ver en la soltura de la perspectiva dibujada y en la limpieza de sus colores, para interpretar contenidos objetivos desde una refinada subjetividad.
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